"En la separación exsitente entre sujeto y objeto
se asienta toda la miseria de la humanidad."
— J. Krishnamurti
Todo comenzó (y debo decir que no es mucho lo que ahora puedo recordar) una fría y lluviosa tarde de otoño en Oxford mientras paseaba. El cielo estaba oscureciendo y yo me arropaba en mi nuevo abrigo cuando, súbitamente y sin advertencia previa, la búsqueda de algo más se esfumó y, con ella, toda separación y toda soledad.
Y con la muerte de la separación, yo era todo lo que había. Yo era el cielo oscuro, el hombre de mediana edad que paseaba con su perro perdiguero y la anciana menuda que caminaba torpemente con sus botas de agua. Yo era los patos, los cisnes, los gansos y el pájaro de aspecto divertido con cresta roja en la frente. Yo era el encanto otoñal de los árboles y el barro que se me pegaba a los zapatos; yo era todo mi cuerpo, los brazos, las piernas, el torso, el rostro, las manos, los pies, el cuello, el pelo y los genitales. Yo era las gotas de lluvia que caían sobre mi cabeza (aunque, hablando con propiedad, no se trataba exactamente de "mi" cabeza, pero como desde luego estaba ahí, considerarla "mi cabeza" era tan adecuado como cualquier otra cosa). Yo era el chapoteo del agua en el suelo, el agua que se acumulaba en los charcos y llenaba el estanque hasta el punto de desbordarlo. Era los árboles empapados de agua, el abrigo empapado de agua, el agua que todo lo empapaba. Yo era todo empapado de agua y hasta el agua empapada de sí misma.
Entonces fue cuando lo que, durante toda mi vida, me había parecido lo más normal y corriente se convirtió súbitamente en algo tan extraordinario que me pregunté si las cosas no habrían sido siempre tan vivas, claras e intensas. Quizás había sido mi búsqueda vital de lo espectacular y de lo extraordinario la que me había llevado a desconectarme de lo absolutamente ordinario y a perder también el contacto, en el mismo movimiento, de lo absolutamente extraordinario.
Y lo absolutamente extraordinario de ese día era que todo estaba empapado de agua y yo no estaba separado de nada; es decir, yo no estaba. Como dijo un viejo maestro zen al escuchar el sonido de la campana,
No hay yo ni campana, lo único que existe es el tañido, ese día no había "yo" alguno experimentando esa claridad, sólo había claridad, sólo el despliegue instante tras instante de lo absolutamente obvio.
Tampoco había, en ese momento, forma alguna de saber todo eso, porque no había pensamiento que nombrase nada como "experiencia". Lo único que había era lo que estaba ocurriendo, sin forma alguna de conocerlo. Las palabras llegaron luego.
Y también había la sensación omnipresente de que todo estaba bien, de que todo estaba impregnado de una sensación de paz y de ecuanimidad, como si todo fuesen versiones diferentes de esa paz, aparte de la cual nada existía. Yo era la paz, y también lo eran el pato que sobrevolaba la escena y la anciana renqueante; la paz lo saturaba todo, todo estaba lleno de esa paz, de esa gracia y de esa presencia incondicional y libre, de ese amor desbordante que parecía ser la esencia del mundo, la razón misma del mundo, el alfa y el omega de todo. A esa paz parecían apuntar las palabras "Dios", "Tao" y "Buda". Esa era la experiencia a la que, en última instancia, parecen apuntar todas las religiones. Ésa parecía la esencia misma de la fe, la muerte del yo, la muerte del "pequeño yo", con sus mezquinos deseos, quejas y planes, la muerte de todo lo que aleja al individuo de Dios, la muerte incluso de la misma idea de Dios (no en vano los budistas dicen:
¡Si ves al Buda, mátale!) y la zambullida en la Nada que se revela como Dios más allá de Dios, la Nada que constituye la esencia de todas las cosas, la Nada que da origen a todas las formas, la Nada que es el mundo con todo su sufrimiento y maravilla, la Nada que es la Plenitud total.
Pero esa supuesta "experiencia religiosa" no es ningún tipo de experiencia, porque en ella el "yo" que experimenta ha desaparecido. No, eso es algo previo y que se encuentra más allá de toda experiencia. Es el fundamento de toda experiencia, el sustrato mismo de la existencia que nadie podría experimentar por más que el mundo durase mil millones de años más.
* * *
Pero aunque ese día no había nadie, todo estaba en su sitio. Más allá de la experiencia —o, mejor dicho, más allá de la falta de experiencia—, estaban los patos agitando sus pequeñas alas, las gotas de lluvia chorreando por mi cuello, los charcos bajo mis zapatos ahora llenos de barro, el cielo plomizo y otros cuerpos, como el mío, chapoteando en los charcos, unos paseando con sus perros, otro solos, otros abrazados a sus seres queridos y otros apurándose para escapar del aguacero.
Y todo estaba envuelto de una gran compasión. Pero no se trataba de una compasión sentimental ni de una compasión narcisista, sino de una compasión intrínseca al hecho mismo de estar vivo, una compasión que parecía la esencia misma de la vida, una compasión que parecía latir en toda cosa viva, una compasión que evidenciaba que nadie está separado de los demás, que no existe nada separado, que tu sufrimiento es idéntico al mío y que tu alegría es la mía. Pero no porque se trate de un principio que hayamos leído en la Biblia, que nos haya transmitido una persona a la que tenemos en muy alta estima o porque se trate de ideales a los que queremos atenemos, sino porque ésa parece ser la esencia misma de las cosas, la naturaleza de toda manifestación, puesto que todos somos expresión de algo infinitamente superior que nos trasciende.
Pero por más que la palabra "nosotros" parezca transmitir la idea de separación, esa compasión está más allá de las palabras y más allá del lenguaje. Esa compasión, de hecho, trasciende toda idea de "compasión", porque se origina en el hecho de que no existe ningún tipo de separación, de que la separación es una Ilusión y de que, en realidad, nosotros somos los demás, que yo soy tú, que tú eres yo, que no podemos existir sin los demás, que yo no puedo ser sin ti y que, sin mí, tú tampoco puedes ser. Y ésta no es una expresión de sentimentalismo insípido, sino algo muy real: nos necesitamos, estamos inextricablemente unidos y no podemos vivir sin los demás y sin todas las cosas que nos rodean. Yo no podría vivir sin ese árbol que ahora me protege de la lluvia, sin las gotas de lluvia que empapan mi espalda, sin la anciana que camina fatigosamente delante de mí (y que con tanto cuidado evita los charcos); no podría vivir sin el estanque, los patos, los cisnes, mi abrigo nuevo protegiéndome del frío y el hombre que pasea a su perro y que, al cruzarse conmigo, me saluda con una sonrisa.
Todos estamos unidos y todas las cosas están unidas a todas las demás, lo que quiere decir que, en realidad, no existe ninguna "cosa" separada. Lo único que existe es la Unidad y la totalidad, sólo el Buda, sólo Cristo, sólo el Tao, sólo Dios. Nada existe separado.
Decir que ese día no había "yo" es lo mismo que decir que sólo había Dios, que sólo había Cristo, que sólo había Tao, que sólo había Buda, que sólo había Unidad, que sólo había Espíritu y que Jeff había desparecido y se había fundido con todo eso. No había Jeff alguno separado de todo lo que aparecía. Jeff no era más que una historia contada por un narrador, una historia tejida por un narrador muy imaginativo. Jeff estaba simultáneamente ausente de la escena e inmerso por completo en ella; Jeff no era nada y, al mismo tiempo, lo era todo, estaba presente en su ausencia y ausente en su presencia; había muerto, pero era, simultáneamente, la eclosión misma de la vida.
Y sí, también había lágrimas. ¿Existe acaso, ante tal descubrimiento, respuesta más adecuada que el llanto? Pero también hay que decir que se trataba de un descubrimiento muy curioso y que, en realidad, tenía muy poco de descubrimiento porque, puesto que nunca había perdido nada, tampoco había encontrado nada. Esa claridad siempre había estado ahí, pero me había pasado la vida mirando hacia otro lado e ignorando la evidencia. Dios siempre había estado ahí, en el momento presente, en medio de todas las cosas, pero había desperdiciado la vida buscándole en el futuro. La mente de Buda siempre había sido mi propia mente, pero me había pasado años esforzándome en alcanzarla. Cristo había sido crucificado y había resucitado y caminaba entre nosotros, llenando nuestra vida de amor incondicional, pero me había pasado la vida creyendo que estaba en otra parte, en otro mundo (o en este mundo, pero no en mi vida).
No, nada había que encontrar, porque no había perdido nada. Quizás fue la comprensión de lo absolutamente obvio lo que ese día me sorprendió, la comprensión de que no había nada que comprender, la comprensión de que todo lo que siempre había querido se hallaba, siempre había estado y siempre estaría, frente a mí. Entonces me di cuenta de que siempre y en todo momento podemos acceder a la paz, el amor y la alegría y de que el amor, el amor puro e incondicional, el amor de Jesús, el amor del Buda y el amor que trasciende toda comprensión constituye el fundamento de todas las cosas y la razón misma por la que todo ya está aquí, En realidad, siempre ha estado aquí, aguardando pacientemente el momento de mi regreso a casa.
Y ahí, bajo la lluvia, supe finalmente que estaba en casa y, lo que es más importante, que siempre lo había estado y que siempre lo estaría, y que aun en medio de las lágrimas, del sufrimiento, de la oscuridad y de la desesperación, en todos esos momentos y en muchos otros, el Hogar de los Hogares siempre había estado ahí. La posibilidad de acceder al Reino de los Cielos y la gracia de Dios siempre y en todo momento han estado presentes, en las duras y en las maduras, en la salud y en la enfermedad, por los siglos de los siglos...
* * *
Fue un paseo otoñal y húmedo en un día muy normal y corriente. Pero en esa misma normalidad se reveló lo extraordinario, resplandeciendo tan intensamente en la humedad, la oscuridad y el barro del suelo que el yo se disolvió, desapareció y se convirtió en Ello.
Y aunque esta descripción suene como si hubiera ocurrido algo muy especial, ese día, bajo la lluvia, no pasó absolutamente nada. Sólo fue un paseo normal y corriente un día de lo más normal y de lo más corriente.
Atravesé la gran puerta de hierro, crucé la calzada y me uní a otras personas para esperar, bajo la marquesina de la parada, la llegada del autobús.
Nada había cambiado, pero todo era diferente. Había atisbado algo, algo muy profundo y extraordinario que, a pesar de ello, era completamente normal y corriente. No había nada sorprendente en el hecho de que lo más ordinario se revelase como el significado único de la vida y de que quien hasta entonces había creído ser se revelase como un mero relato.
No había nada sorprendente en el hecho de que lo divino se revelase en lo absolutamente obvio y de que Dios fuese uno con el mundo y estuviera presente en todas y cada una de las cosas.
Subí al autobús y, cuando la lluvia arreció contra sus sucios cristales, sonreí. ¡Qué auténtico regalo estar vivo, ahora, en este instante, en este cuerpo y en este lugar concretos, aunque todo sea un sueño, aunque todo sea impermanente y aunque, por más que busquemos, no encontremos sino vacuidad!....
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